ACTITUDES PARA LA ORACIÓN

Las dificultades de fondo para orar no vienen fundamentalmente de la falta de método o de lo ruidosa que puede resultar la ciudad, aunque estas realidades son importantes, sino más bien de no colocarnos con confianza en las manos de¡ Padre, de un cristianismo vivido a «mínimos» por un pobre deseo de seguir a Jesús y al Evangelio.
El estar abiertos al mundo y a sus problemas, el reconocer la presencia de Dios en nuestra vida son a la vez fruto de la oración y actitudes previas que nos deben acompañar cuando queremos orar.
El acto de orar supone el cultivo de unas actitudes evangélicas que son comunes a la oración y a la acción y forman el telón de fondo de la vida orante. Veamos algunas:
1.Aceptar la vida
Para orar conviene aceptar la vida con sus limitaciones y sus posibilidades, con sus luces y sus sombras. Aceptar la vida quiere decir asumir aquello que no podemos cambiar de nosotros mismos: edad, temperamento, estado de vida, salud y un sin fin de limitaciones que nos constituyen haciendo que seamos nosotros mismos. A la vez supone conocer nuestras potencialidades, valores y talentos que en definitiva son un don recibido para ponerlo al servicio de los demás, es decir de Dios.
Se trata, pues, de aceptar nuestra vida para construir el Reino de Dios y ser construidos por él. Vernos tal como somos, sin artificialidad ni apariencias, en definitiva aceptarnos y querernos. En la vida hay etapas en que predominan las grandes decisiones (estado de vida, pareja, tipo de trabajo) otras en las que conviene asumir con fe y humor las decisiones tomadas. Pero hay que vivir desde la perspectiva de yo no soy el centro porque el centro de mi vida es Dios y tomar conciencia de que para Él el centro soy yo y esto es un gran don.
- Reconocer la Presencia
Cuando reconozco que yo no soy el centro sino que lo soy para Otro empiezo a experimentar una Presencia que me invade en la medida en que me abro a ella. En esta apertura la oración aparece como un estado de receptividad. Orar es, pues, introducirse en una Vida que es relación, acogida, receptividad y amor entre Padre e Hijo e irse poniendo junto a un Hijo que me hace ser hermano de los demás. Así descubrimos un Espíritu nuevo que nos invita a reconocer que Dios es don y yo soy don. Él regala siempre su don es decir se da a sí mismo. Es como un vaso de agua que está inclinado dándose, dándonos de su agua. De este modo, orar es ponerse de cara al Señor y recibir su regalo que es Él mismo. Y casi sin darnos cuenta vamos ganando en libertad y en autonomía. Vamos siendo más personas y nos disponemos a ayudar a otros a ser personas, a ser hijos y a ser hermanos.
- Ir tomando decisiones
Querer orar supone ir tomando decisiones en nuestra vida y no vivir de rutinas en cualquier ámbito de nuestra existencia, La rutina es enemiga de la vida espiritual porque nos encierra a en nosotros mismos y nos impide vivir de la creatividad que supone la apertura al Otro. La toma de decisiones sobre nuestra vida, en la línea del Reino de Dios, nos acerca a la relación y a la presencia. Es conveniente seguir haciéndose preguntas e irlas respondiendo y así se va configurando nuestra vida cristiana: ¿Cómo puedo mejorar mi relación con los que me rodean? ¿Qué tengo que cambiar o potenciar en mi trabajo apostólico? ¿Qué tendría que hacer para tener más sensibilidad hacia los pobres y los que más sufren? ¿Qué me está queriendo decir el Señor en esta nueva situación? ¿Es suficiente el tiempo o el modo de orar en esta época de mi vida?
- Hacer «adiciones»
San Ignacio dice que para orar hay que hacer «adiciones», es decir fomentar actos y actitudes que nos predispongan que sumen, que ayuden pedagógicamente a lograr aquello que deseamos. Hay, por lo tanto situaciones, que actúan como adiciones, es decir, que ayudan y que suman, y otras que no ayudan, que restan. Voy a enumerar algunas:
_ Hacer práctica de poner la propia vida en las manos de Dios y no en las nuestras. Esto supone alimentar interiormente el deseo de moverse por pequeñas utopias y practicar la esperanza.
– Ejercitar la misericordia con las personas que hay a nuestro alrededor. Estas u otras prácticas se deben encarnar en pequeños gestos que muestren su veracidad.
En la vida ordinaria hay situaciones que nos pueden ayudar o estorbar para llevar una vida de oración. Así, por ejemplo:
— Alimentar pensamientos de bondad o entrar en la dinámica del ataque o defensa.
— Acostumbrarse a emplear palabras amables o dejarse llevar por la brusquedad.
— Generar gestos solidarios o entrar en la dinámica del individualismo.
— Emplear silencios acogedores o esperar que el otro termine de hablar para soltarle mi «rollo».
— Acoger agradecidamente el amor de los demás o rechazarlo. 0 Aceptar mi situación de don o creerme que todo lo puedo a través de mi esfuerzo.
— Practicar la soledad buscando allí una presencia gratuita o encerrándome en mi mismo sin dejar brechas de gratuidad.
A veces nos preguntamos cómo tal persona que sabemos que hace oración de una forma asidua es incapaz de comprender a los demás, de trabajar en equipo y que va «a la suya—. La respuesta no es sencilla y la conciencia de cada uno es un misterio. Pero en general y sobretodo para aplicárnoslo a nosotros mismos, hay que decir que hay unos prejuicios que invaden la vida y que deben ser examinados a menudo. La oración pide abnegación, relativizar mis sentimientos especialmente sobre aquellas personas o situaciones ante las cuales me siento especialmente crítico.
Por ello no podemos ser ingenuos porque si nos instalamos en la superficialidad, en la rutina, en el activismo y en la competitividad, no podemos orar. Pero sí podremos si somos autocríticos, si sabemos recoger aquello que los demás dicen de nosotros mismos, si nos sentimos animados a trabajar por los demás y a humanizar su vida, aunque experimentemos en nosotros la debilidad, la rutina o la desgana.
- Vivir desde la comunidad cristiana
Es muy importante el vivir la fe desde y con aquellos hombres y mujeres que creen que en su intento de fraternidad se va prefigurando el Reino. La comunidad de los creyentes es el conjunto de personas desde el cual podemos decir Padre Nuestro, a pesar de sus pequeñeces, de sus limitaciones y de su pecado. Comunidad que sabe que el Reinado de Dios la sobrepasa ampliamente. Pero el Espíritu de Jesús es quien la conduce y la constituye. Siempre es necesaria como una pequeña semilla en medio del mundo.
La Iglesia que ora es nuestra madre. En ella hemos aprendido a orar y desde ella oramos. No soy yo que ora, es la Iglesia la que ora desde mí. En ella damos, recibimos y ponemos los talentos en rendimiento. En ella recibimos la comunidad fraternal, la comunión de bienes, el acompañamiento espiritual y los sacramentos.
- Vivir desde una vida unificada
No hay actitudes específicas para orar. La oración es una actividad que no tiene un método único pero en sus actitudes de fondo coincide con la acción de cara a los demás. Por lo tanto para actuar y orar es necesario: escuchar al otro, ser humilde, ser pobre, ser generoso, ponerse en las manos de Dios y dejarse llevar porque nuestra vida depende amorosamente de Dios.
Así por ejemplo, para trabajar por los demás hay que ser humilde y para orar también; para ayudar de verdad hay que escuchar al otro. y para orar la escucha es imprescindible; para propagar el Reino hay que ponerse en las manos del Señor, y para dirigirse a Él en el silencio de la oración, también. Pero el hecho de que las actitudes de fondo sean las mismas no excluye que busquemos los medios prácticos adecuados para cualquiera de las dos actividades. Para orar hay que buscar tiempo, lugar y materia y para actuar hay que usar aquellos medios que la misma acción reclame.
En cualquier caso el horizonte último es ir acercando la realidad de la existencia a Dios. Y así, poco a poco, nuestra vida se hace oración y la oración se hace vida.
- Orar es mirar y escuchar
Para acceder a Dios en cualquier forma de oración es preciso que algo vaya cambiando constantemente en mí. No puedo decir «ya sé orar» si no «Señor, enséñame hoy a orar». La oración no es algo que se conquista sino que se va aprendiendo en la medida que nos abrimos a Él. La tendencia dominadora y controladora que hay en nosotros nos juega malas pasadas porque nos impide mirar con ojos limpios para poder ver la acción del Espíritu en la vida.
Orar es abrir los ojos a las huellas de Dios. Unas huellas que sólo las descubren los sencillos, los sin prejuicios, los buscadores y los peregrinos. Hay en nuestro mundo un rumor de la trascendencia de Dios, pero para oír este rumor hay que callar, hacer callar en nosotros aquellos ruidos que nacen de nuestro «yo» autocentrado, y por lo tanto, cerrado a los demás. Hay huellas que hay que ver y rumores que hay que escuchar.
Siempre se ha dicho que Dios está en todas partes y es verdad: en la naturaleza y en la ciudad, en la montaña y en el mar, en las personas y en la historia. Pero su presencia no es evidente, son precisos ojos para ver y oídos para escuchar. Podemos ver y escuchar las chispas de gloria, bondad y belleza de Dios en la ciudad, porque allí habitan miles y m 1 les de hermanos y hermanas. Allí sufren, ríen y lloran, allí se organizan, luchan, trabajan, nacen y mueren. En la ciudad se manifiestan los prodigios técnicos, las bellezas culturales, los actos solidarios y a la vez las injusticias, los desengaños y el sufrimiento. Allí están el hombre y la mujer como especial reflejo del Dios de la historia en su belleza y en su sufrimiento, en su marginación en los pobres, los ancianos solos, los drogadictos, las prostitutas, los sin techo, los emigrantes. La experiencia de la cruz y de la resurrección del Señor se nos hace presente en una gran cantidad de situaciones que vivimos cada día…
