Disponerse

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DISPONERSE

El pequeño libro de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola (1491 – 1556) es el fruto de su propia experiencia de conversión.  En su Autobiografía se encuentra la explicación de la génesis de los Ejercicios.

Me dijo – narra el P. Gonçalves da Cámara – que los ejercicios no los había hecho todos de una sola vez, sino que algunas cosas que observaba en su alma y las encontraba útiles, le parecía que podrían ser útiles también a otros, y así las ponía por escrito, verbi gratia, del examinar la conciencia con aquel modo de las líneas, etc.  Las elecciones especialmente, me dijo que las había sacado de aquella variedad de espíritu y pensamientos que tenía aún cuando estaba en Loyola, estando todavía enfermo de una pierna (Autobiografía No 99).

En su estadía como enfermo en Loyola, Ignacio experimentó la agitación de varios espíritus debido a la lectura de la Vida de Cristo y de los Santos.  En Manresa (marzo 1522 a febrero 1523) comienza su vida de penitente comenzando por un período de serenidad, pasando por un tiempo de profunda angustia, y logrando hacia el final momentos de grandes ilustraciones divinas.

Posteriormente, Ignacio da los Ejercicios a varias personas en España  (Barcelona y Alcalá) y compañeros universitarios en París.  Probablemente fue en Roma (1539 – 1541) cuando Ignacio hizo una revisión total del libro de los Ejercicios.

Abrir un espacio para orar

La sociedad espera del sacerdote que sea un hombre de Dios, entendiendo que sea un hombre de oración.  De hecho, las personas se encomiendan a las oraciones del sacerdote o de los religiosos y las religiosas porque consideran que están más cerca de Dios y sus oraciones tienen más posibilidades de ser escuchadas.

Se podría discutir muchas de las afirmaciones contenidas en esta apreciación de la gente, pero una cosa es cierta: el sacerdote está llamado a ser un hombre de oración, un hombre cercano a Dios.  La vocación del sacerdote no se entiende en plenitud sin referencia a la fe y, por ello, sin oración el sacerdote tiende a reducir su vocación a una profesión de lo sagrado.  Con ello, puede ser un hombre generoso, bondadoso, entregado, cercano a la gente, pero deja de actuar en nombre de Jesús el Cristo, el Sumo Sacerdote, Aquel quien lo llamó a ejercer el sacerdocio.

La oración es parte esencial de la vocación del cristiano, más todavía la del sacerdote.  No siempre resulta fácil la oración y tampoco siempre se cultiva el ambiente para ello.  Al comenzar los Ejercicios Espirituales sería bueno recordar seis sugerencias que pueden ayudar para abrir un espacio en la propia vida para disponerse a la oración.

El punto de arranque de la oración tendría que ser la realidad misma, el humus de lo diario, con su opacidad y sus conflictos, con sus amenazas y contradicciones, con sus alegrías y dudas, y también con este espacio abierto a una dimensión invisible pero presentida.  La realidad no es impedimento ni obstáculo para la oración, porque no se puede rezar al margen de la realidad, prescindiendo de uno mismo.  Aún más, la oración no puede ser el fruto de un rechazo ante la complejidad de la realidad, ni una huida hacia un mundo ideal o esotérico.

Por el contrario, la oración es el encuentro con la realidad más profunda de uno mismo.  En la oración uno se hace cargo de la realidad, con sus conflictos y amenazas para arrimarnos a Dios con todo lo que se trae sobre los hombros.  “Vengan a Mi todos los que están fatigados y agobiados, y Yo les daré descanso” (Mt 11, 28).  La distracción en la oración no consiste en la presencia de la realidad sino en la ausencia de Dios al referirse a la realidad.

Disponerse para la oración implica ensanchar el deseo, producto de la insatisfacción que brota de la propia pobreza.  Se tiende a culpar el ritmo acelerado de la vida, el acoso de las peticiones, el aburrimiento existencial para justificar la pereza orante.  Frecuentemente se escucha la queja angustiante de que uno está demasiado atareada apostólicamente y no le queda tiempo para orar.  ¿No sería bueno preguntarse si la respuesta no yace en la misma pregunta?  Si se está demasiado ocupado, ¿la solución no será ordenar mejor el ritmo de la propia vida?

Por cierto, cuesta encontrar tiempo y espacio, pero ¿no existen también otros factores que dificultan una vida de oración?  Así, el racionalismo que prescinde del lado misterioso de la realidad y pretende explicarla y dominarla en su totalidad), el psicologismo (como explicación última de todo, que sospecha de los deseos como huidas evasivas y les niega sistemáticamente un origen trascendente, instalando al individuo en un positivismo determinista), el narcisismo (que encierra al individuo en sí mismo, cerrando el puente hacia el otro y deja al individuo en una pieza llena de espejos donde tan sólo alcanza a mirarse a sí mismo), la comodidad (que ha llegado a ser una necesidad absoluta y no deja espacio para la auto-disciplina y el esfuerzo), el activismo impulsivo (que hace creer que no se necesita de nadie  y que se puede solucionarlo todo con el propio esfuerzo, con tal que uno se lo proponga) y la confusión de la tolerancia con el amor (que idealiza una tranquila mediocridad, negando al amor su natural inclinación a lo ideal, a lo mejor, a la ausencia del cálculo).

El ser cristiano no significa que no se es también heredero de la época en la cual uno vive.  Estas tendencias actuales que se observan en la sociedad también están presentes en los cristianos.  Se es hijo de la propia época.  Frente a la tendencia pragmática que predomina, el deseo arrastra fuera de la estrechez de los propios límites y abre al milagro de convertirse en creaturas referidas al Otro.

El tercer elemento es el de la perseverancia en la oración.  En este espacio de encuentro personal con Dios se requiere decisión, esfuerzo, empeño, paciencia y trabajo.  Aveces, a pesar de las mejores intenciones, las palabras de Jesús resuena en la propia vida orante: “¿Cómo es que están dormidos?  Levántense y oren para que no caigan en tentación” (Lc 22, 46).

Curiosamente, a lo más gratuito hay también que disponerse y prepararse.  Aprender a orar es gracia, pero también implica un proceso que requiere esfuerzo, disciplina, trabajo para unificar las energías dispersas, aceptación de que las actitudes esenciales para la oración no nacen en ese momento y se abandonan después sino que toman cuerpo en el transcurso de todo el día.

Evidentemente, crear un ambiente de oración en la propia vida incluye necesariamente una vida de entrega, de generosidad, de fidelidad.  En la medida que se cultiva pacientemente una atención descentrada de uno mismo y dirigida hacia el otro, si va creciendo la capacidad de apertura, escucha y respeto ante el misterio del otro, se estará más preparado para acoger a Dios, a dejarlo entrar en la propio vida sin miedos, y de permanecer ante él también cuando pareciera que está ausente.

Una vida de oración implica esta actitud de estar vigilantes y preparados para la llegada del novio, tal como está presentada en la parábola donde se distingue entre aquellas vírgenes necias (tenían la lámpara pero sin provisiones de aceite) y aquellas prudentes que tenían la lámpara y el aceite para poder hacer frente al tiempo y la demora (cf. Mt 25, 1 – 13).

Un cuarto elemento es la cercanía personal a Jesús.  Las acumulación de saberes, los conocimientos doctrinales, el pensamiento discursivo, el análisis y el excesivo intelectuales no es oración.  Santa Teresa de Jesús recuerda que el orar no consiste en pensar mucho sino en amar mucho (Fund., 5, 2 – 3).  Aún más, ella escribe: “no les pido ahora que piensen en Él, ni que saquen muchos conceptos, ni que hagan grandes y delicadas consideraciones con su entendimiento; nos les pido más que le miren” (Cam. Perf., 26, 3).

Los conceptos crean ídolos de Dios.  Evidentemente, se necesitan pero con tal que haya conciencia que son tan sólo conceptos y no la realidad de Dios.  No se ora delante del concepto de Dios sino delante de Dios mismo.  Un novicio jesuita le preguntó al Padre Peter-Hans Kolvenbach s.j., “Padre, ¿usted cómo reza?”.  El Padre General le contestó: “Rezo con iconos”.  De nuevo el novicio insiste: “¿Y qué hace?, ¿los mira?”.  A la cual el Padre Kolvenbach responde: “No. Me miran ellos a mí”.

Una quinta característica es la de cultivar la propia interioridad.  Jesús enseña que “cuando quieras rezar, métete en tu pieza, echa la llave y rézale a tu Padre que está en lo escondido.  Y tu Padre, que ve lo escondido, te recompensará” (Mt 6, 6).  La oración es este encuentro interpersonal, un diálogo íntimo entre la persona y Dios Padre.  Al entrar en la propia interioridad, uno se da cuenta que se trata de una interioridad habitada.  ¿Por qué da tanto miedo el estar sólo con uno mismo cuando Dios Padre está esperando?

Descubrir el camino que conduce al corazón no es intimismo sino, por el contrario, buscar este diálogo que permite entregarse en nombre de Él, haciéndolo todo al estilo del Hijo y abierto a las mociones del Espíritu.  El mismo Jesús invita a entrar en este lugar íntimo para encontrarse con el Padre, y sólo en Él podemos renacer a la fraternidad solidaria.

En medio de la dispersión de una civilización de lo efímero y lo pasajero, el seguidor de Jesús se siente llamado a cuidar lo esencial, a inclinarse por lo que es verdaderamente fecundo, más allá de las apariencias de lo espectacular, a elegir la cordialidad en medio de una cultura racionalizada, a preferir la sabiduría a la multiplicidad de conocimientos, a cuidar el corazón porque en él se encuentra la fuente de la vida.

Por último, sólo si uno desea dejarse alcanzar por Dios, sólo entonces se encuentra la eficacia de la oración; una oración que transforma la vida y le afecta en el horizonte de sus opciones, criterios y preferencias.  Esto quiere decir que la oración tiene consecuencias más allá de la intimidad y, por ello, no es intimismo.  Los frutos no se hacen esperar si la propia vida se va haciendo cada vez más manejable para el Espíritu de Jesús.

La oración implica una en-ajenación (un salirse de uno mismo), porque en el encuentro con Dios Padre se desplaza el propio centro de gravedad y se introduce en una tierra desconocida, en la cual los propios mapas, planos y previsiones, resultan inservibles.  El que está dispuesto a dejarse alcanzar confía su presente y su futuro en Dios Padre.

La oración es una experiencia del éxodo porque el orante se pone en camino y abandona en las manos de Dios Padre la propia existencia para salir al encuentro de los otros; la misma mirada sobre la realidad cambia porque se transforma el ojo por el cual contempla y el juicio por el cual la aprecia.  La identidad alcanzada queda alterada y re-fundada en el Otro que hace posible mirar, oír, sentir, tocar la realidad desde una nueva sensibilidad, desde una mirada contemplativa que es ver la vida con los ojos de Dios.

En el Evangelio, el mismo Jesús aparece orando una y otra vez, especialmente en los momentos claves de su vida.  En Getsemaní (cf. Mt 26, 36 – 46) el deseo de huir se transforma en la opción por permanecer fiel al Padre, y, entonces, el morir llega a significar el entregar Su propia vida.  Por ello, Jesús encuentra la fuerza y la disposición para beber hasta el final el cáliz que venía de la mano del Padre.

En una palabra, la oración es colocarse delante de Dios Padre, con lo que uno realmente es y no con lo que uno desea ser, con las propias virtudes y vicios, con las preocupaciones y las limitaciones, con las alegrías y las desesperanzas.  La oración es presentarse como un ser necesitado frente al Creador, es ponerse indefenso delante de Dios.  La oración es una de las pocas veces en la cual uno se atreve a ser totalmente honesto consigo mismo, porque, tal como enseñó Jesús a sus discípulos cuando le pidieron que les enseñara cómo rezar, en la oración uno se coloca delante de su Padre a partir de sus verdaderas necesidades (cf. Lc 11, 1 – 4).

Por consiguiente, hay dos actitudes básicas que ayudan en la vida de oración: la pobreza y la filiación.  Sólo quien se siente pobre es capaz de hacer oración; sólo quien se siento hijo es capaz de hacer una oración cristiana.

La oración del pobre.  Jesús bendijo al Padre porque había revelado estas cosas a los humildes y pequeños, ocultándolas a los sabios (cf. Mt 11, 25).  La oración del pobre es una que no puede comprender el que tiene el corazón lleno de cosas; el que tiene la cabeza llena de pensamientos autosatisfechos sobre su persona.

La oración del pobre está bellamente expresada en la parábola del fariseo y el publicano (cf. Lc 18, 9 – 14).  Los dos entraron en el Templo, pero mientras el fariseo estaba satisfecho de sí mismo porque cumplía la Ley, el publicano apenas se atrevía a levantar la cabeza limitándose a suplicar misericordia.  Jesús es tajante en su juicio: éste salió justificado y el otro no.

El pobre suplica ayuda para sus necesidades desde un doble desierto: la impotencia y la dependencia.  Cuando el individuo se siente débil e impotente, cuando desconfía de sí porque acepta sus limitaciones y asume sus fracasos, entonces empieza su oración de creatura.  Cuando el individuo se siente dependiente, espera con fe una posible intervención de Dios en su vida, y empieza su oración de petición.  El pobre sabe que a Dios no le tiene que convencer; más aún, en sentido estricto, el pobre sabe que ni siquiera tendría que recurrir a muchas palabras (cf. Mt 6, 7).  Al sentirse pobre, el individuo se abre a Dios.

La oración del hijo.  Pero esta pobreza no es una negación de la dignidad ni un auto-desprecio, tampoco una inmadurez ni una renuncia a ser mayor de edad cayendo en un puro infantilismo dependiente y cómodo.  Para el cristiano la oración del pobre es la oración del hijo.  Es aceptar la invitación de Jesús que enseña a dirigirse a Dios como Padre (cf. Mt 6, 9 – 15); es confiar plenamente en Aquel a quien se dirige el orante.

Por último, dos consejos prácticos sobre la oración.

La oración necesita su propio tiempo porque no puede compaginarse con otras actividades y a su mismo nivel.  La oración no es el rato de descanso como tampoco la hora de trabajo.  La oración es oración y reclama la totalidad de uno mismo para sumergirlo en Dios Padre.  Esto significa programar bien el día y dejar un tiempo privilegiado para orar, aunque signifique robar tiempo a otras actividades.  En esto se muestra la importancia real que uno da a la oración.

El secreto de encontrar el tiempo siempre depende de lo que de verdad se quiere hacer.  Lo que importa en la oración es estar delante de Dios.  El estar cansado o de mal humor o preocupado es totalmente secundario, porque uno es lo que es y sólo así puede uno colocarse delante de Dios con toda sinceridad.  A veces uno desea acercarse a Dios con su mejor traje, para ocultarse detrás de él.  Pero Dios ama lo más vulnerable de uno porque Dios lo acepta a uno tal como es.  No es que Dios ama a pesar de lo que uno es sino que Dios ama a uno tal como es.  Esta es nuestra salvación más profunda porque a uno se le abre un espacio de profunda autenticidad frente al Otro.  Es el momento donde uno tiene el lujo de ser honesto sin necesidad de máscaras ni pretensiones ni engaños.

Por cierto, todas las actividades pueden llegar a formar parte de la oración en cuanto esta apertura constante a Dios Padre, esta actitud de caminar en Su presencia, pero, por ello, es preciso tener un tiempo formal porque uno está muy consciente de su condición de pecador.  La oración auténtica no encierra en un intimismo porque empuja hacia fuera; a la vez, la acción reclama el tiempo de oración para comprenderlo todo y acoger al otro en nombre de Dios.

El segundo punto práctico consiste en recordar que durante la oración uno reza.  Frente a la pregunta tan frecuente sobre qué es lo que se hace durante la oración, la respuesta es sumamente simple: orar.  En otras palabras, colocarse en la presencia de Dios Padre desde la propia realidad en una actitud de indefenso y desde esta situación de necesidad se sabrá lo que se tiene que hacer.  A veces uno se siente atraído a meditar, otras veces a cantar o a estar en Su presencia en una actitud de contrición, alabanza o petición.  La tarea de uno es ponerse en presencia de porque el resto es obra de Dios.

 

 

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