La oración Ignaciana

La oración ignaciana

En la espiritualidad cristiana hay distintos modos y sugerencias para apoyar la oración.  Todos son válidos, porque depende de cada cual y de la situación en la cual uno se encuentra.  Lo importante es entrar en la presencia de Dios Padre; el resto, los modos de oración, son tan sólo una ayuda para entrar en el proceso de oración.

En la espiritualidad ignaciana, la estructura de la oración se divide en cinco partes:

  1. a) Colocarse en la presencia de Dios. Es calmarse delante de Dios. Es un requisito esencial porque, ordinariamente, es muy difícil pasar de las ocupaciones y preocupaciones, de las distracciones cotidianas a la oración, sin aquietarse antes, recogerse, callar por un rato.
  1. b) La oración de petición (¿qué gracia se va a pedir?). Es el momento de la verdad antes de entrar a la oración al preguntar lo que realmente deseo. Además, pedir es ponerse en estado de recibir (la creatura frente al Creador, la persona frente a Dios), y, por ello, es un acto profundo de fe y de confianza en el Señor reconociendo que todo es don; pedir aclara los deseos más profundos e implica poner en orden los propios deseos.  En el Evangelio, Jesús aparece varias veces preguntando ¿Qué quieres que haga por ti?
  1. c) El tiempo de la oración misma (la meditación o la contemplación). No se trata de hablar sobre Dios sino de hablar con Dios, o mejor dicho ponerse en actitud de escuchar. Es prestar atención a lo que pasa en mí.  Es dejar un espacio para que Jesús ora al Padre a través de mi vida.
  1. d) El coloquio. Es el tiempo de entablar una relación privilegiada de conversación con el Padre, Jesús, el Espíritu o la Virgen. A veces se cae en un teísmo (un Dios impersonal) y no se acude a un Dios Trinitario que es una comunidad de Personas con las cuales se está invitado a entablar una relación interpersonal.
  1. e) El examen de la oración. La oración implica lo que uno hace y lo que en uno se hace; por ello, es importante detectar los movimientos interiores que se han producidos. Suele ayudar mucho anotar lo que se descubre no tan sólo a nivel de ideas sino muy especialmente a nivel de afectividad y las mociones del espíritu.  (¿Qué pasó durante el tiempo de la oración? ¿Qué fue lo que más me dio vuelta o cuál fue el sentimiento predominante? ¿Cuál es el estado de ánimo? ¿Qué quiere decir el Señor? ¿Tuve alguna dificultad o alguna angustia? ¿Qué me produjo paz y alegría?)

La metodología ignaciana de la oración no se limita a un simple entender y comprender, sino que se enfatiza el sentir y gustar internamente.  “En efecto”, nos dice Ignacio, “no es el saber mucho lo que sacia y satisface el alma, más el sentir y gustar las cosas internamente” (Anotación No 2).  La oración no es tanto la búsqueda de novedades cuanto la novedad de ir profundizando lo conocido.

Este es el camino de la personalización de la fe que se distingue del aprendizaje de la catequesis.  Esta pedagogía cristiana ayuda a madurar en la experiencia de la fe.  Por ello, Ignacio, a lo largo de los Ejercicios Espirituales, insiste una y otra vez en la necesidad y la importancia de las repeticiones en las meditaciones y las contemplaciones sugeridas.

Abrir las manos

La oración consiste en ponerse en la presencia de Dios con las manos abiertas y el corazón dispuesto.  No resulta tan fácil vivir con las manos abiertas porque durante la vida se quedan pegadas muchas cosas.  Hay muchas cosas en la propia vida que uno no está dispuesto a soltar: posesiones, trabajo, reputación, ideas, la propia imagen.  Cuando se abren las manos, estas cosas se quedan pegadas.  ¡Las manos se abren pero estas posesiones no se sueltan!  La oración consiste en aprender a abrir las manos y soltar todo.  El Señor puede sacar o poner.

La oración no es tanto una búsqueda cuanto una espera.  La espera subraya la llegada del otro.  La actitud de espera expresa la propia impotencia, la propia pobreza, la propia necesidad del otro.  A todo ser humano le cuesta esperar, pero uno está dispuesto a hacerlo si el otro es importante para uno.  Por ello, orar es esperar a Dios.  La espera enseña a ser contemplativo porque él que espera aprende a mirar bien para ver llegar al otro.

Muchas veces se insiste en la utilidad de la oración recurriendo a distintas razones: Dios escucha la petición, la oración otorga sabiduría, la oración da paz y da fuerza en los momentos difíciles.  Todo esto es cierto pero no explican la verdadera naturaleza de la oración, porque la oración no puede entenderse en términos de utilidad.

La oración es abandonarse totalmente en las manos de Dios sin desear sacar provecho de ella.  siempre llega el momento cuando uno siente que su oración no es escuchada, cuando se considera la oración como una pérdida de tiempo, cuando uno no siente absolutamente nada en la oración.  Entonces, las razones presentadas no sirven mucho.  La oración es una pérdida de tiempo, o, mejor todavía, una pérdida de uno mismo.

Evidentemente, la auténtica oración produce frutos pero estos no son la finalidad de la oración.  En este caso se estaría utilizando a Dios para sentirse bien, para encontrar paz y ánimo.  Se recurre a Dios para conseguir Su paz, pero no se recurre al Dios que regala la paz.  Se confunde el medio con el fin, el efecto con la causa, el fruto con el Dador.  Y usar a Dios es matarlo.

Muchas dificultades en la oración surgen del hecho que uno no desea entregarse, que no hay entrega, que no se abran las manos.  La verdadera dificultad se encuentra en el estilo de vida y no en la oración misma.  El estilo de vida diaria no concuerda con la oración.  ¿Cómo es posible rezar cuando no se está dispuesto a decir sinceramente que se haga Tu voluntad?

Reconocer el deseo

En una época de desencanto, la ausencia del deseo empequeñece el horizonte de la vida, achica el corazón y vuelve mediocre la existencia humana.  Otras veces, limitar el deseo al sexo y al éxito reduce la motivación humana a lo inmediato y a la cantidad.  Los sueños no están de moda, pero tampoco las ganas de cambiar la sociedad para hacer un hogar de mejor calidad para todos.

Los ideales y los deseos se complementan y se exigen mutuamente, teniendo como resultado el entusiasmo y las ganas.  Sin deseos, la persona y la sociedad corren el peligro de encontrarse como muertos en vida.  A veces, el dolor, la frustración o la repetición mecánica vacían el mundo de los deseos como manera de protegerse frente a la vida.  Es preciso llevar este mundo de los deseos a la oración.

Hacer una experiencia de varios días seguidos de oración supone un primer trabajo de entrar en contacto con el propio mundo de los deseos porque son los deseos los que ponen en marcha la búsqueda.  Los deseos posibilitan, como a Abraham y Sara, abandonar la propia tierra y salir en busca de otra que sólo se concede como promesa (cf. Gén 12).

En la trayectoria de la auténtica oración se convierte el rumbo del deseo porque es el propio Dios Padre quien sale al encuentro y es Él quien busca y espera.  Lo de uno es pensar en Dios porque pensar en uno es asunto de Dios.  La oración es sentir que la propia vida es responsabilidad del Otro.

La preparación para la oración es reconocer el propio deseo, pero, sobre todo, llegar a caer un poco más en la cuenta de que el deseo de Dios le procede a uno y le desafía siempre a ensanchar nuevos espacios internos para acogerlo.  Dios pro–voca y con-voca porque hace salir a Su encuentro mediante su seducción divina.  Ponerse a orar es decidirse a cruzar esta frontera y afrontar el peligro de aproximarse a una Presencia que invade.  Lo propio es desear sinceramente que se abra la puerta, sabiendo que al otro lado está el Misterio.

María Magdalena busca a Jesús entre los muertos.  Se encuentra llena de angustia porque busca un cadáver y no lo encuentra.  Se lamenta por una ausencia profunda en su vida.  Sólo en el momento que se abre al Misterio (la posibilidad de la Vida) reconoce a Jesús.

Hacerse consciente de las propias búsquedas, con sinceridad y con valentía, revela los propios deseos.  ¿Qué es lo que uno desea de verdad?  ¿Qué es lo que se anda persiguiendo?  ¿Cuáles son las metas del propio proyecto de vida?  En la oración uno reconoce sus deseos más profundos, delante del Señor y sin juicios ni censura.

Este es el punto de partida del orante; el punto de llegada es obra de Dios Padre que sabrá purificar y enderezar estos deseos.  María Magdalena buscó de manera equivocada, pero de manera sincera y auténtica, porque buscaba entre los muertos al Vivo.  Es Jesús quien después tomó la iniciativa acercándose, preguntando y llamando por el nombre.

Una y otra vez aparece Jesús en los Evangelios haciendo la pregunta “¿quieres curarte?” (cf. Jn 5, 6 – dirigida al enfermo en la piscina de Betesda) o “¿crees en mí?” (cf. Jn 9, 35 – al ciego de nacimiento después de su sanación).  Es una pregunta que depende de una afirmación previa: si crees en mí, entonces qué quieres que haga por ti.  Jesús se dirige al deseo humano.

Sin embargo, muchas veces, por falta de fe o simplemente por cansancio y desilusión con la vida, uno no expresa el deseo que yace en el propio corazón o, quizás, uno se queda tan sólo con el deseo mínimo de sobrevivir para no hacerse vulnerable frente a otras posibles frustraciones.  Pero cuando los deseos son pequeños y las peticiones escasas, es al propio Dios a quien se achica.

Por el contrario, los grandes deseos expresados en forma de petición reflejan la fe en un Dios infinito y misericordioso.  Es la situación del leproso que le suplica de rodillas a Jesús: “si quieres, puedes limpiarme”; frente al cual Jesús contesta: “quiero, queda limpio” (cf. Mc. 1, 40 – 42).  En este sentido es preciso despertar el mundo de los grandes deseos como señal de la confianza en Dios Padre porque el que pide recibe, el que busca hallará y al que llama se le abrirá (cf. Lc 11, 10).

Docilidad y alegría

Cada uno conoce la gracia que más necesita.  Una posibilidad es pedir por la gracia de la docilidad y de la alegría en el ministerio sacerdotal.

La docilidad es la capacidad de escoger con libertad, con creatividad, sin miedo a los juicios y a las críticas, sin dejarse condicionar por ellos.  La alegría es la paz profunda que se opone al sentimiento de agobio por la acumulación de compromisos, incluso pastorales.  A veces el exceso de iniciativas, propuestas, peticiones, circulares, reuniones hacen muy pesada la vida del sacerdote y produce desaliento, confusión, angustia y cansancio.

La docilidad y la alegría son las gracias del discernimiento porque hace distinguir lo esencial y elegirlo, liberando de los lazos de aquello que oprime pero que resulta secundario.  En nuestros tiempos acelerados, todo parece urgente, pero a los ojos de Dios Padre no todo tiene la misma importancia.  La docilidad y la alegría ayudan a reconocer la diferencia entre aquello que es importante, en un ambiente donde todo se presenta como urgente.

Los Ejercicios Espirituales son un tiempo privilegiado para encontrar el propio equilibrio en el Señor.  “Vengan a mí todos los que están fatigados y agobiados, y Yo les aliviaré.  Tomen sobre ustedes mi yugo, y aprendan de mí, que soy humilde de corazón; y hallarán descanso para su alma.  Porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11, 28 – 30).

Estos días de oración pueden ser un tiempo de profunda alegría al depositar el cansancio en las manos de Dios Padre y volver a lo más esencial de la vocación cristiana: Jesús llama para estar con Él (Mc 3, 13).  Sólo desde esta intimidad con Jesús el Señor procede también el llamado a ir a predicar en Su nombre.  Si no se está lo suficiente con Él para conocerlo profundamente y amarlo tiernamente, tampoco se predicará en Su nombre.

Alma de Cristo

En el texto autógrafo, Ignacio encabeza el libro de los Ejercicios Espirituales con la oración del Alma de Cristo, una oración antigua medieval (ya aparece en varios códices del siglo XIV) a la que Ignacio tenía una muy especial devoción.

Esta oración puede ayudar al ejercitante a situarse en su realidad para que desde ella se prepare a comenzar el proceso de los ejercicios espirituales.

Alma de Cristo, santifícame

Los problemas del alma, es decir, la falta de aliento, de estancamiento en la vida espiritual, la presencia del cansancio en la propia vida, el desanimo frente a la propia mediocridad.  Entonces, Alma de Cristo, santifícame.

Cuerpo de Cristo, sálvame

Los problemas del cuerpo, cuando uno siente que el cuerpo es un estorbo y una dificultad; cuando se da la contradicción entre lo que se quiere y lo que se hace, entre lo deseos y la realidad; cuando se comienza a constatar la falta de fuerza física y las correspondientes limitaciones.  Entonces, Cuerpo de Cristo, sálvame.

Sangre de Cristo, embriágame

Los problemas de tibieza, de demasiado cálculo en la propia vida, de egoísmo, de búsqueda de comodidad; cuando uno está consciente de la falta de generosidad y de la falta de mayor compromiso en su vida, de la falta de entrega y de la desolación.  Entonces, Sangre de Cristo, embriágame.

Agua del costado de Cristo, lávame

El problema del pecado y de la falta repetida, las mismas recaídas, las malos hábitos, el engaño sobre la propia vida; otras veces, un pasado que pesa demasiado y que aún hace sentir sucio y falso.  Entonces, Agua de Cristo, lávame.

Pasión de Cristo, confórtame

Los problemas de dolor, de dificultades exteriores e interiores, propias y ajenas; la dificultad de controlar los propios sentimientos, los miedos, los aburrimientos, las tristezas; el temor frente a las dificultades y el horror frente al dolor.  Entonces, Pasión de Cristo, confórtame.

¡Oh buen Jesús, óyeme!

Los problemas de oración, es decir, cuando la misma oración se ha vuelto problema porque la verdad es que no se cree del todo ni a fondo, o porque no se sabe rezar o porque se siente que Jesús no escucha, o porque no se cree en la misericordia.  Entonces, ¡Oh buen Jesús, óyeme!

Dentro de Tus llagas, escóndeme

Los problemas de la superficialidad al darse cuenta que no se vive en profundidad, aún más, que uno vive tal como es modelado por otros; que uno está demasiado condicionado, excesivamente esclavo de las circunstancias que lo rodean; que se vive sin coherencia y sólo hacia fuera, sin profundidad y convicción.  Entonces, Dentro de tus llagas, escóndeme.

No permitas que me separe de Ti

Los problemas de la afectividad espiritual cuando se comprende pero no se siente, cuando se predica pero no se conmueve; cuando la fe se vuelva demasiado fría, excesivamente racional; cuando la Persona de Jesús se ha vuelto un concepto o una idea; quizás hubo un pasado cuando uno gozaba en la presencia de la cercanía divina pero ahora ha entrado la amargura, el cinismo para poder sobrevivir sin dolor y sin demasiadas preguntas.  Entonces, No me permitas que me aparte de Ti.

Del maligno enemigo, defiéndeme

Los problemas de una situación difícil y agobiante, cuando se siente que los demás se aprovechan de uno, cuando uno se topa contantemente con el egoísmo de otros, cuando da miedo ser el primero y atreverse para no hacer el ridículo; cuando la atracción por el poder, el prestigio, la riqueza se hace muy fuerte.  Entonces, Del enemigo malo, defiéndeme.

En la hora de mi muerte, llámame y mándame ir a Ti

para que con tus santos te alabe por los siglos de los siglos

AMEN

Con un corazón abierto y vulnerable, con la valentía que da el saberse en la presencia de un Padre Misericordioso, quizás en medio de las dudas que dejan el alma inquieta, colocarse delante de Dios, sin tratar de buscar respuestas ni hacer promesas sino tan sólo estar en Su Presencia desde la sinceridad de uno mismo.

 

Lecturas bíblicas:

 

Génesis 22, 1- 18: sacrificio de Abraham

1 Samuel 3, 1 – 18: llamada de Dios a Samuel

Salmo 23: el Señor es mi Pastor

Salmo 42-43: Sed de Dios

Salmo 63: Búsqueda de Dios

Salmo 139: Yahvéh, Tú me conoces

Lc 11, 1 – 13: Señor, enséñanos a orar

Jn 20, 11 – 18: María Magdalena busca a Jesús

 

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