Abrir las manos

La oración consiste en ponerse en la presencia de Dios con las manos abiertas y el corazón dispuesto.  No resulta tan fácil vivir con las manos abiertas porque durante la vida se quedan pegadas muchas         cosas.  Hay muchas cosas en la propia vida que uno no está dispuesto a soltar: posesiones, trabajo, reputación, ideas, la propia imagen.  Cuando se abren las manos, estas cosas se quedan pegadas.  ¡Las         manos   se abren pero estas posesiones no se sueltan!  La oración consiste en aprender a abrir las manos y soltar todo.  El Señor puede sacar o poner.

La oración no es tanto una búsqueda cuanto una espera.  La espera subraya la llegada del otro.  La actitud de espera expresa la propia impotencia, la propia pobreza, la propia necesidad del otro.  A todo ser   humano le cuesta esperar, pero uno está dispuesto a hacerlo si el otro es importante para uno.  Por ello, orar es esperar a Dios.  La espera enseña a ser contemplativo porque él que espera aprende a mirar bien   para ver llegar al otro.

Muchas veces se insiste en la utilidad de la oración recurriendo a distintas razones: Dios escucha la petición, la oración otorga sabiduría, la oración da paz y da fuerza en los momentos difíciles.  Todo esto es  cierto pero no explican la verdadera naturaleza de la oración, porque la oración no puede entenderse en términos de utilidad.

La oración es abandonarse totalmente en las manos de Dios sin desear sacar provecho de ella.  siempre llega el momento cuando uno siente que su oración no es escuchada, cuando se considera la oración como una pérdida de tiempo, cuando uno no siente absolutamente nada en la oración.  Entonces, las razones presentadas no sirven mucho.  La oración es una pérdida de tiempo, o, mejor todavía, una pérdida de uno mismo.

Evidentemente, la auténtica oración produce frutos pero estos no son la finalidad de la oración.  En este caso se estaría utilizando a Dios para sentirse bien, para encontrar paz y ánimo.  Se recurre a Dios para conseguir Su paz, pero no se recurre al Dios que regala la paz.  Se confunde el medio con el fin, el efecto con la causa, el fruto con el Dador.  Y usar a Dios es matarlo.

Muchas dificultades en la oración surgen del hecho que uno no desea entregarse, que no hay entrega, que no se abran las manos.  La verdadera dificultad se encuentra en el estilo de vida y no en la oración misma.  El estilo de vida diaria no concuerda con la oración.  ¿Cómo es posible rezar cuando no se está dispuesto a decir sinceramente que se haga Tu voluntad?

 

  Reconocer el deseo

En una época de desencanto, la ausencia del deseo empequeñece el horizonte de la vida, achica el corazón y vuelve mediocre la existencia humana.  Otras veces, limitar el deseo al sexo y al éxito reduce la  motivación humana a lo inmediato y a la cantidad.  Los sueños no están de moda, pero tampoco las ganas de cambiar la sociedad para hacer un hogar de mejor calidad para todos.

Los ideales y los deseos se complementan y se exigen mutuamente, teniendo como resultado el entusiasmo y las ganas.  Sin deseos, la persona y la sociedad corren el peligro de encontrarse como muertos en vida.  A veces, el dolor, la frustración o la repetición mecánica vacían el mundo de los deseos como manera de protegerse frente a la vida.  Es preciso llevar este mundo de los deseos a la oración.

Hacer una experiencia de varios días seguidos de oración supone un primer trabajo de entrar en contacto con el propio mundo de los deseos porque son los deseos los que ponen en marcha la búsqueda.  Los deseos posibilitan, como a Abraham y Sara, abandonar la propia tierra y salir en busca de otra que sólo se concede como promesa (cf. Gén 12).

En la trayectoria de la auténtica oración se convierte el rumbo del deseo porque es el propio Dios Padre quien sale al encuentro y es Él quien busca y espera.  Lo de uno es pensar en Dios porque pensar en uno es asunto de Dios.  La oración es sentir que la propia vida es responsabilidad del Otro.

La preparación para la oración es reconocer el propio deseo, pero, sobre todo, llegar a caer un poco más en la cuenta de que el deseo de Dios le procede a uno y le desafía siempre a ensanchar nuevos espacios internos para acogerlo.  Dios pro–voca y con-voca porque hace salir a Su encuentro mediante su seducción divina.  Ponerse a orar es decidirse a cruzar esta frontera y afrontar el peligro de aproximarse a una Presencia que invade.  Lo propio es desear sinceramente que se abra la puerta, sabiendo que al otro lado está el Misterio.

María Magdalena busca a Jesús entre los muertos.  Se encuentra llena de angustia porque busca un cadáver y no lo encuentra.  Se lamenta por una ausencia profunda en su vida.  Sólo en el momento que se abre al Misterio (la posibilidad de la Vida) reconoce a Jesús.

Hacerse consciente de las propias búsquedas, con sinceridad y con valentía, revela los propios deseos.  ¿Qué es lo que uno desea de verdad?  ¿Qué es lo que se anda persiguiendo?  ¿Cuáles son las metas del propio proyecto de vida?  En la oración uno reconoce sus deseos más profundos, delante del Señor y sin juicios ni censura.

Este es el punto de partida del orante; el punto de llegada es obra de Dios Padre que sabrá purificar y enderezar estos deseos.  María Magdalena buscó de manera equivocada, pero de manera sincera y auténtica, porque buscaba entre los muertos al Vivo.  Es Jesús quien después tomó la iniciativa acercándose, preguntando y llamando por el nombre.

Una y otra vez aparece Jesús en los Evangelios haciendo la pregunta “¿quieres curarte?” (cf. Jn 5, 6 – dirigida al enfermo en la piscina de Betesda) o “¿crees en mí?” (cf. Jn 9, 35 – al ciego de nacimiento después de su sanación).  Es una pregunta que depende de una afirmación previa: si crees en mí, entonces qué quieres que haga por ti.  Jesús se dirige al deseo humano.

Sin embargo, muchas veces, por falta de fe o simplemente por cansancio y desilusión con la vida, uno no expresa el deseo que yace en el propio corazón o, quizás, uno se queda tan sólo con el deseo mínimo de sobrevivir para no hacerse vulnerable frente a otras posibles frustraciones.  Pero cuando los deseos son pequeños y las peticiones escasas, es al propio Dios a quien se achica.

Por el contrario, los grandes deseos expresados en forma de petición reflejan la fe en un Dios infinito y misericordioso.  Es la situación del leproso que le suplica de rodillas a Jesús: “si quieres, puedes limpiarme”; frente al cual Jesús contesta: “quiero, queda limpio” (cf. Mc. 1, 40 – 42).  En este sentido es preciso despertar el mundo de los grandes deseos como señal de la confianza en Dios Padre porque el que pide recibe, el que busca hallará y al que llama se le abrirá (cf. Lc 11, 10).

 

Docilidad y alegría

Cada uno conoce la gracia que más necesita.  Una posibilidad es pedir por la gracia de la docilidad y de la alegría en el ministerio sacerdotal.

La docilidad es la capacidad de escoger con libertad, con creatividad, sin miedo a los juicios y a las críticas, sin dejarse condicionar por ellos.  La alegría es la paz profunda que se opone al sentimiento de agobio por la acumulación de compromisos, incluso pastorales.  A veces el exceso de iniciativas, propuestas, peticiones, circulares, reuniones hacen muy pesada la vida del sacerdote y produce desaliento, confusión, angustia y cansancio.

La docilidad y la alegría son las gracias del discernimiento porque hace distinguir lo esencial y elegirlo, liberando de los lazos de aquello que oprime pero que resulta secundario.  En nuestros tiempos acelerados, todo parece urgente, pero a los ojos de Dios Padre no todo tiene la misma importancia.  La docilidad y la alegría ayudan a reconocer la diferencia entre aquello que es importante, en un ambiente donde todo se presenta como urgente.

Los Ejercicios Espirituales son un tiempo privilegiado para encontrar el propio equilibrio en el Señor.  “Vengan a mí todos los que están fatigados y agobiados, y Yo les aliviaré.  Tomen sobre ustedes mi yugo, y aprendan de mí, que soy humilde de corazón; y hallarán descanso para su alma.  Porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11, 28 – 30).

Estos días de oración pueden ser un tiempo de profunda alegría al depositar el cansancio en las manos de Dios Padre y volver a lo más esencial de la vocación cristiana: Jesús llama para estar con Él (Mc 3, 13).  Sólo desde esta intimidad con Jesús el Señor procede también el llamado a ir a predicar en Su nombre.  Si no se está lo suficiente con Él para conocerlo profundamente y amarlo tiernamente, tampoco se predicará en Su nombre.

  Alma de Cristo

En el texto autógrafo, Ignacio encabeza el libro de los Ejercicios Espirituales con la oración del Alma de Cristo, una oración antigua medieval (ya aparece en varios códices del siglo XIV) a la que Ignacio tenía una muy especial devoción.

Esta oración puede ayudar al ejercitante a situarse en su realidad para que desde ella se prepare a comenzar el proceso de los ejercicios espirituales.